Por Lorena Vázquez Ordaz y Yunuel Cruz Guerrero
Los últimos 20 años el estado mexicano ha perdido su capacidad rectora en materia alimentaria. El día de hoy, las y los mexicanos no elegimos y no sabemos qué producimos, qué comemos, qué sembramos, qué comercializamos, ni qué impacto tiene lo que consumimos en nuestra salud. El estado mexicano ha perdido la capacidad para ejercer su soberanía alimentaria y es urgente recuperarla.

2014 ha sido declarado por la ONU como el año internacional de la agricultura familiar, iniciativa promovida por el Foro Rural Mundial y respaldada por más de 360 organizaciones civiles y campesinas de todos los continentes. En este marco The Hunger Project México ha convocado a la integración de la Red Mexicana por la Agricultura Familiar y Campesina y desde esta plataforma queremos plantear la importancia de la pequeña y mediana agricultura para garantizar el derecho a la alimentación.
¿Por qué la agricultura familiar y campesina?
En primer lugar, porque sólo a partir de sembrar, cosechar y saber de dónde viene lo qué comemos es que podremos recuperar la soberanía alimentaria de nuestro país.
En América Latina la agricultura familiar genera entre 30 y 40% del PIB agrícola y más del 60% del empleo rural, da empleo aproximadamente a dos de cada tres agricultores, representa más del 80% de las unidades productivas, y es el principal abastecedor de la canasta básica de consumo de alimentos en todos los países.
Frente a este escenario resulta absurdo qué la dependencia alimentaria en México se haya incrementado sustancialmente en los últimos 20 años, qué más de 20 millones de mexicanos presenten carencia alimentaria, que no existan programas dirigidos a la pequeña agricultura y que los que existen condicionen el acceso a la compra de paquetes de fertilizantes dañinos. Más absurdo aún, que los más pobres de los pobres sean precisamente los productores de alimentos y en especial las mujeres.
En segundo lugar, la agricultura familiar es clave porque los debates del desarrollo ya no pueden estar ajenos a los debates sobre el medio ambiente. No podremos alcanzar un modelo sostenible sin reformular el sistema de alimentos.
El debate alimentario está en tensión frente a dos grandes paradigmas: la visión hegemónica que enarbola la agricultura industrial, promueve la alimentación como un producto de exportación, los monocultivos, los altos niveles de productividad y el uso de la tierra como un insumo más; y por otro lado, el modelo que promueve la agricultura agroecológica de pequeña y mediana escala donde el alimento es concebido primordialmente como fuente de alimentación y se caracteriza por mantener y mejorar la salud de suelos y ecosistemas a través del uso de técnicas tradicionales de siembra como sistema milpa, la composta o el barbecho para dejar descansar la tierra por uno o varios años.
Las consecuencias ambientales y económicas difieren entre ambos modelos; mientras que el primero genera la desaparición de árboles, la desertificación, las sequías, los desastres naturales que hoy atestiguamos y la fluctuación de los precios de alimentos; el segundo, promueve la recuperación de la tierra, el uso de modelos responsables con el ambiente, la reducción de emisiones de carbono a través de prácticas más sostenibles, y con una buena estructura podría garantizar estabilidad económica en el mercado alimentario.
No se trata, pues, de promover cualquier agricultura familiar, sino una agricultura agro-ecológica que garantice la sostenibilidad de la humanidad y transformar el paradigma de la productividad como el eje de la política agraria para recuperar la función primordial de la agricultura que es la sustentabilidad en la alimentación de pueblos y naciones.
Brindando la información necesaria y los servicios de extensión que se requieren, la agricultura ecológica es una estrategia de bajo riesgo con múltiples beneficios para los agricultores familiares. Contribuye a restablecer, recuperar, mantener y enriquecer la biodiversidad a partir del respeto de la capacidad natural del suelo, las plantas, los animales y el ecosistema. Mantiene una alta biodiversidad del paisaje agrícola, haciendo uso de las funciones ecológicas naturales para realzar la productividad y la resistencia a las plagas y enfermedades y finalmente, cumple un rol importante en la protección de los recursos agrícolas genéticos del mundo ya que permite que las variedades de semillas y razas se mantengan a nivel local para futuras necesidades mientras que continuamente se adaptan a las presiones ambientales tales como el cambio climático.

En este mismo debate, el modelo industrial de la agricultura ha sido defendido por su capacidad productiva generadora de incrementos económicos; mientras que los modelos de siembra agroecológicos han sido falsamente invalidados debido a su supuesta ineficacia e incapacidad de generar desarrollo económico a gran escala.
Sin embargo, esta tensión no es necesariamente cierta. La propuesta que hacemos es recuperar el valor productivo del campo y las prácticas agro-ecológicas. La pequeña y mediana agricultura también es capaz de generar réditos y ventajas económicas para el país, siempre que logremos fortalecer la generación de cadenas económicas de valor, en las cuales se pague un precio justo por un alimento sano y nutritivo y que al mismo tiempo permita a los consumidores de México y el mundo tener acceso a ellos a un precio asequible. Un ejemplo de ello, es la generación de una marca país de alimentos orgánicos como el caso argentino o la promoción de fincas agroecológicas en Bolivia que, se ha comprobado, son energéticamente más eficientes llegando a producir hasta 20 veces más energía de la que consumen y que tienen un alto potencial económico como la venta de productos ecológicos bolivianos como el café, la quinua, el cacao, la castaña y el amaranto que se exportan principalmente al mercado europeo (entre el 60 y 70%) y a Estados Unidos (30 a 40%).
Es necesaria una nueva orientación de la política agroalimentaria y el desarrollo rural para dejar de mirar a los pequeños y pequeñas productores, principalmente de las comunidades indígenas, como un grupo vulnerable y reconocerlos como las y los verdaderos líderes y principales impulsores de la economía y el desarrollo.
Y ello no sólo a partir de la distribución de semillas o paquetes tecnológicos, sino a través de capacitación, asistencia técnica basada en prácticas y saberes tradicionales, acceso a créditos e insumos, regularización de tierras, transferencia de tecnología adecuadas a las regiones, acceso al agua, centros de capacitación agrícola para reinsertar a las y los jóvenes agricultores y la generación de verdaderas redes de producción y comercialización solidarias y justas a nivel nacional e internacional.
Finalmente, el último punto sobre la importancia de la agricultura familiar radica en el vínculo intrínseco entre la crisis de salud y la crisis del campo en México. El grave problema de obesidad, diabetes y desnutrición que enfrenta nuestro país tiene una relación directa con la forma en que nos alimentamos desde hace 20 años y la perdida de la dieta tradicional mexicana. La salud de los individuos y las comunidades no puede estar separada de la salud de los ecosistemas, pues suelos saludables producen cultivos saludables que generan personas saludables.
La alimentación adecuada y sana no tendría por qué ser un lujo, o estar restringida sólo para quién puede pagar el precio en un mercado orgánico o un almacén boutique. Para lograrlo, la política de estado debiera ser la generación de cadenas de valor, la promoción de prácticas agro ecológicas y la eliminación del intermediarismo que tanto daño hace en la cadena alimentaria y que sólo enriquece a un pequeño grupo. Con ello, además lograríamos la disminución sostenible de niveles de pobreza y migración a las ciudades por parte de las y los campesinos.
La pregunta obligada es cómo hacemos para que el estado recupere su capacidad rectora en materia alimentaria.
En primer lugar, consideramos urgente llevar a cabo un debate abierto y regional sobre la reforma al campo, que nos permita contar con un espacio de diálogo directo y confrontación de ideas para pensar en la mejor y más innovadora forma de reactivar al campo mexicano.
En segundo lugar, generando los marcos normativos necesarios tales como la aprobación de la Ley por el Derecho a la Alimentación y una Ley para la Agricultura Familiar y campesina.
Asimismo, consideramos prioritario incrementar la inversión pública en agricultura de pequeña y mediana escala. Como bien ha identificado Jonathan Fox de la Universidad de California: aún cuando México en comparación con otros países lationamericanos, gasta un alto porcentaje en el sector agrícola, la mayoría de este gasto se orienta a apoyar a grandes haciendas y empresas dedicadas a la agricultura de exportación, y operaciones de producción con uso intensivo de capital, antes que a la agricultura familiar. Un ejemplo de ello es que según el estudio, apenas el siete por ciento de los agricultores que tienen menos de una hectárea reciben pagos de Procampo, mientras que el 42 por ciento de los agricultores que son propietarios de 20 hectáreas de tierras o más perciben dichos beneficios.
Finalmente, consideramos oportuno aprovechar las buenas prácticas implementadas en otras latitudes, como es el caso del programa Brasileño de adquisición de alimentos a pequeños productores para proveer a hospitales, escuelas, comedores y eventos gubernamentales en el caso brasileño; la generación de programas de apoyo, formación e incentivos a productores para promover prácticas agro-ecológicas con reglas de operación simples y de fácil acceso como la Ley de Regulación y Promoción de Producción Ecológica de Bolivia y los proyectos que de ella se derivan; bancos para la conservación de semillas; parcelas escolares; campañas de comunicación a favor de la dieta sana; mercados itinerantes e intercambios de productores que les permita compartir las mejores prácticas a nivel nacional e internacional.
Las políticas y las prácticas públicas han fracasado en su objetivo de alimentar a la población más vulnerable, y han fracasado en proteger los verdaderos ecosistemas que nos sostienen. Por ello, es urgente y necesario repensar las estrategias.
La pequeña y mediana agricultura es la base de la producción sostenible de alimentos, de la gestión medioambiental del territorio y de su biodiversidad, fuente de importantes dimensiones culturales de cada pueblo y, en definitiva, un pilar fundamental del desarrollo integral y del fin del hambre de las naciones. Y promoverla es la mejor forma de asegurar el ejercicio del Derecho Humano a la Alimentación.
Fuentes:
Clay Boggs y Geoff Thale (2013), Inversión Pública en Agricultura Familiar Nuevas Oportunidades en México y América Central, WOLA, Oficina en Washington para asuntos lationamericanos
Jonathan Fox y Lobby Haight (2010) Subsidizing Inequality: Mexican Corn Policy Since NAFTA [Subsidiando la Desigualdad: Políticas Mexicanas sobre Maíz Desde el TLCAN], Centro Internacional para Investigadores “Woodrow Wilson”
Secretaría General de la Comunidad Andina, (2011) Agricultura Familiar Agroecológica Campesina en la Comunidad Andina Una opción para mejorar la seguridad alimentaria y conservar la biodiversidad, AECID
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Por Lorena Vázquez Ordaz y Yunuel Cruz Guerrero
Los últimos 20 años el estado mexicano ha perdido su capacidad rectora en materia alimentaria. El día de hoy, las y los mexicanos no elegimos y no sabemos qué producimos, qué comemos, qué sembramos, qué comercializamos, ni qué impacto tiene lo que consumimos en nuestra salud. El estado mexicano ha perdido la capacidad para ejercer su soberanía alimentaria y es urgente recuperarla.
2014 ha sido declarado por la ONU como el año internacional de la agricultura familiar, iniciativa promovida por el Foro Rural Mundial y respaldada por más de 360 organizaciones civiles y campesinas de todos los continentes. En este marco The Hunger Project México ha convocado a la integración de la Red Mexicana por la Agricultura Familiar y Campesina y desde esta plataforma queremos plantear la importancia de la pequeña y mediana agricultura para garantizar el derecho a la alimentación.
¿Por qué la agricultura familiar y campesina?
En primer lugar, porque sólo a partir de sembrar, cosechar y saber de dónde viene lo qué comemos es que podremos recuperar la soberanía alimentaria de nuestro país.
En América Latina la agricultura familiar genera entre 30 y 40% del PIB agrícola y más del 60% del empleo rural, da empleo aproximadamente a dos de cada tres agricultores, representa más del 80% de las unidades productivas, y es el principal abastecedor de la canasta básica de consumo de alimentos en todos los países.
Frente a este escenario resulta absurdo qué la dependencia alimentaria en México se haya incrementado sustancialmente en los últimos 20 años, qué más de 20 millones de mexicanos presenten carencia alimentaria, que no existan programas dirigidos a la pequeña agricultura y que los que existen condicionen el acceso a la compra de paquetes de fertilizantes dañinos. Más absurdo aún, que los más pobres de los pobres sean precisamente los productores de alimentos y en especial las mujeres.
En segundo lugar, la agricultura familiar es clave porque los debates del desarrollo ya no pueden estar ajenos a los debates sobre el medio ambiente. No podremos alcanzar un modelo sostenible sin reformular el sistema de alimentos.
El debate alimentario está en tensión frente a dos grandes paradigmas: la visión hegemónica que enarbola la agricultura industrial, promueve la alimentación como un producto de exportación, los monocultivos, los altos niveles de productividad y el uso de la tierra como un insumo más; y por otro lado, el modelo que promueve la agricultura agroecológica de pequeña y mediana escala donde el alimento es concebido primordialmente como fuente de alimentación y se caracteriza por mantener y mejorar la salud de suelos y ecosistemas a través del uso de técnicas tradicionales de siembra como sistema milpa, la composta o el barbecho para dejar descansar la tierra por uno o varios años.
Las consecuencias ambientales y económicas difieren entre ambos modelos; mientras que el primero genera la desaparición de árboles, la desertificación, las sequías, los desastres naturales que hoy atestiguamos y la fluctuación de los precios de alimentos; el segundo, promueve la recuperación de la tierra, el uso de modelos responsables con el ambiente, la reducción de emisiones de carbono a través de prácticas más sostenibles, y con una buena estructura podría garantizar estabilidad económica en el mercado alimentario.
No se trata, pues, de promover cualquier agricultura familiar, sino una agricultura agro-ecológica que garantice la sostenibilidad de la humanidad y transformar el paradigma de la productividad como el eje de la política agraria para recuperar la función primordial de la agricultura que es la sustentabilidad en la alimentación de pueblos y naciones.
Brindando la información necesaria y los servicios de extensión que se requieren, la agricultura ecológica es una estrategia de bajo riesgo con múltiples beneficios para los agricultores familiares. Contribuye a restablecer, recuperar, mantener y enriquecer la biodiversidad a partir del respeto de la capacidad natural del suelo, las plantas, los animales y el ecosistema. Mantiene una alta biodiversidad del paisaje agrícola, haciendo uso de las funciones ecológicas naturales para realzar la productividad y la resistencia a las plagas y enfermedades y finalmente, cumple un rol importante en la protección de los recursos agrícolas genéticos del mundo ya que permite que las variedades de semillas y razas se mantengan a nivel local para futuras necesidades mientras que continuamente se adaptan a las presiones ambientales tales como el cambio climático.
En este mismo debate, el modelo industrial de la agricultura ha sido defendido por su capacidad productiva generadora de incrementos económicos; mientras que los modelos de siembra agroecológicos han sido falsamente invalidados debido a su supuesta ineficacia e incapacidad de generar desarrollo económico a gran escala.
Sin embargo, esta tensión no es necesariamente cierta. La propuesta que hacemos es recuperar el valor productivo del campo y las prácticas agro-ecológicas. La pequeña y mediana agricultura también es capaz de generar réditos y ventajas económicas para el país, siempre que logremos fortalecer la generación de cadenas económicas de valor, en las cuales se pague un precio justo por un alimento sano y nutritivo y que al mismo tiempo permita a los consumidores de México y el mundo tener acceso a ellos a un precio asequible. Un ejemplo de ello, es la generación de una marca país de alimentos orgánicos como el caso argentino o la promoción de fincas agroecológicas en Bolivia que, se ha comprobado, son energéticamente más eficientes llegando a producir hasta 20 veces más energía de la que consumen y que tienen un alto potencial económico como la venta de productos ecológicos bolivianos como el café, la quinua, el cacao, la castaña y el amaranto que se exportan principalmente al mercado europeo (entre el 60 y 70%) y a Estados Unidos (30 a 40%).
Es necesaria una nueva orientación de la política agroalimentaria y el desarrollo rural para dejar de mirar a los pequeños y pequeñas productores, principalmente de las comunidades indígenas, como un grupo vulnerable y reconocerlos como las y los verdaderos líderes y principales impulsores de la economía y el desarrollo.
Y ello no sólo a partir de la distribución de semillas o paquetes tecnológicos, sino a través de capacitación, asistencia técnica basada en prácticas y saberes tradicionales, acceso a créditos e insumos, regularización de tierras, transferencia de tecnología adecuadas a las regiones, acceso al agua, centros de capacitación agrícola para reinsertar a las y los jóvenes agricultores y la generación de verdaderas redes de producción y comercialización solidarias y justas a nivel nacional e internacional.
Finalmente, el último punto sobre la importancia de la agricultura familiar radica en el vínculo intrínseco entre la crisis de salud y la crisis del campo en México. El grave problema de obesidad, diabetes y desnutrición que enfrenta nuestro país tiene una relación directa con la forma en que nos alimentamos desde hace 20 años y la perdida de la dieta tradicional mexicana. La salud de los individuos y las comunidades no puede estar separada de la salud de los ecosistemas, pues suelos saludables producen cultivos saludables que generan personas saludables.
La pregunta obligada es cómo hacemos para que el estado recupere su capacidad rectora en materia alimentaria.
En primer lugar, consideramos urgente llevar a cabo un debate abierto y regional sobre la reforma al campo, que nos permita contar con un espacio de diálogo directo y confrontación de ideas para pensar en la mejor y más innovadora forma de reactivar al campo mexicano.
En segundo lugar, generando los marcos normativos necesarios tales como la aprobación de la Ley por el Derecho a la Alimentación y una Ley para la Agricultura Familiar y campesina.
Asimismo, consideramos prioritario incrementar la inversión pública en agricultura de pequeña y mediana escala. Como bien ha identificado Jonathan Fox de la Universidad de California: aún cuando México en comparación con otros países lationamericanos, gasta un alto porcentaje en el sector agrícola, la mayoría de este gasto se orienta a apoyar a grandes haciendas y empresas dedicadas a la agricultura de exportación, y operaciones de producción con uso intensivo de capital, antes que a la agricultura familiar. Un ejemplo de ello es que según el estudio, apenas el siete por ciento de los agricultores que tienen menos de una hectárea reciben pagos de Procampo, mientras que el 42 por ciento de los agricultores que son propietarios de 20 hectáreas de tierras o más perciben dichos beneficios.
Finalmente, consideramos oportuno aprovechar las buenas prácticas implementadas en otras latitudes, como es el caso del programa Brasileño de adquisición de alimentos a pequeños productores para proveer a hospitales, escuelas, comedores y eventos gubernamentales en el caso brasileño; la generación de programas de apoyo, formación e incentivos a productores para promover prácticas agro-ecológicas con reglas de operación simples y de fácil acceso como la Ley de Regulación y Promoción de Producción Ecológica de Bolivia y los proyectos que de ella se derivan; bancos para la conservación de semillas; parcelas escolares; campañas de comunicación a favor de la dieta sana; mercados itinerantes e intercambios de productores que les permita compartir las mejores prácticas a nivel nacional e internacional.
Las políticas y las prácticas públicas han fracasado en su objetivo de alimentar a la población más vulnerable, y han fracasado en proteger los verdaderos ecosistemas que nos sostienen. Por ello, es urgente y necesario repensar las estrategias.
La pequeña y mediana agricultura es la base de la producción sostenible de alimentos, de la gestión medioambiental del territorio y de su biodiversidad, fuente de importantes dimensiones culturales de cada pueblo y, en definitiva, un pilar fundamental del desarrollo integral y del fin del hambre de las naciones. Y promoverla es la mejor forma de asegurar el ejercicio del Derecho Humano a la Alimentación.
Fuentes:
Clay Boggs y Geoff Thale (2013), Inversión Pública en Agricultura Familiar Nuevas Oportunidades en México y América Central, WOLA, Oficina en Washington para asuntos lationamericanos
Jonathan Fox y Lobby Haight (2010) Subsidizing Inequality: Mexican Corn Policy Since NAFTA [Subsidiando la Desigualdad: Políticas Mexicanas sobre Maíz Desde el TLCAN], Centro Internacional para Investigadores “Woodrow Wilson”
Secretaría General de la Comunidad Andina, (2011) Agricultura Familiar Agroecológica Campesina en la Comunidad Andina Una opción para mejorar la seguridad alimentaria y conservar la biodiversidad, AECID
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